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18 diciembre 2018

¿Es posible convertirnos en buenos oradores?

La oratoria es una asignatura pendiente de las universidades y su carencia se revela en los escritos y exposiciones orales. ¿La buena noticia? No es un talento innato, es una habilidad adquirida a base de practicar.

¿Es posible convertirnos en buenos oradores? Sin duda. Un orador no nace, se hace a base de práctica. Es lo que hacían los oradores en la antigüedad —por ejemplo, Demóstenes y Cicerón—, y los grandes de la política contemporánea. La oratoria de Kennedy era excelente, y memorables los discursos de Steve Jobs, Obama y de tantos otros que la han aprendido desde temprana edad.

La oratoria debería ser una asignatura obligatoria. Es más, debería impartirse desde Primaria. De hecho, enseñar a dominar el miedo escénico desde pequeños es esencial para un futuro profesional. No tiene sentido que el abogado recién graduado tenga la mochila cargada de conocimientos, pero vacía de las herramientas necesarias para ponerlos en práctica.

Esas herramientas permiten al abogado enfrentarse a sus primeros clientes y casos, y defenderlos con argumentos jurídicos bien estructurados, acompañados de una exposición clara, control de la gesticulación, tono de la voz, modulación… La técnica oratoria aporta autoconfianza, esencial para que el joven abogado pueda ponerse la toga para entrar en sala con seguridad y despegue con éxito en su carrera hacia el futuro.

El abogado debe ser claro en su exposición. El resultado de un juicio no está condicionado por la oratoria en sala. Pero, casi seguro, una mala oratoria dificultará el camino para lograr su propósito. Así, cuando el abogado toma la palabra, lo hace convencido de que tiene la razón. Pero, además de tener razón, debe saber pedirla al órgano judicial con buenos argumentos y con el lenguaje, oral y escrito.

El abogado en sala tiene dos objetivos: uno, deleitar al juez; y otro, persuadirle a través de las emociones, que las tiene. Para ello, hay que saber manejar y controlar las manos, los ojos, los gestos y, por supuesto, las palabras. Como comentábamos, la autoconfianza es fundamental para actuar en sala. Pero no hay que confundir tener confianza en uno mismo con “actuar confiado”, pues un exceso de confianza puede jugar una mala pasada.

Características de un buen escrito jurídico

  1. Fácil de entender. No debemos olvidar el objetivo: facilitar su comprensión al destinatario. Y no nos dejemos llevar por la falsa impresión de que por escribir mucho causaremos mejor impresión en el Tribunal. Nuestra forma de escribir refleja nuestra forma de pensar, y la claridad de las palabras y el orden de los argumentos es muestra de lo claras que están las ideas. Y para ello es necesario conocer la gramática.
  2. Los escritos agresivos chirrían. El juez no va a dar la razón al abogado que levante más la voz o muestre acritud en sus escritos. No abusemos de palabras en mayúscula ni en negrita. No confundamos pasión con decibelios. Hay que respetar los principios éticos y deontológicos de la profesión y mantener lealtad, respeto y relación de compañerismo con los demás letrados.
  3. Claro, ordenado y preciso. ¿Cómo enfrentarnos al papel en blanco? Sin miedo. Escribir bien equivale a ordenar las ideas, a narrar unos hechos y explicar unos argumentos. Todo ello sin recurrir a giros extraños que dificulten la comprensión. La práctica diaria muestra que los letrados, en general, están enquistados en modelos de redacción pretéritos, usan formas de siglos atrás, que en nada favorecen o contribuyen al objetivo de ser claros y precisos.
  4. Existe un abuso de los gerundios, de los incisos que alargan las frases y complican su comprensión, de florituras e incluso de latinajos que, en dosis adecuadas, no dañan. Las comas, cuidado con las comas. Observamos que se utilizan mal. Y es un problema, porque una simple coma cambia drásticamente el sentido de la frase. Por ejemplo: Condena, no absolución / Condena no, absolución.
  5. El abogado tiene que ser sincero consigo mismo: ha de juzgar su propio escrito, leerlo en voz alta y, si le cuesta entenderlo, pensar que al Tribunal le pasará lo mismo. Debemos escribir el texto cuántas veces sea necesario. Nada da mayor satisfacción que leer un texto bien escrito.

Buenos ingredientes

La oratoria es como un edificio. Se sostiene sobre pilares que le dan estabilidad por dentro y por fuera. Lo más visible es la fachada, pero a veces no es más que eso, pura fachada.

Para no quedarse en lo superficial, hay que armar con buena estructura los informes y alegatos: amenidad, convicción y energía son tres buenos ingredientes. Pero el más deseado por los jueces es, sin duda, la brevedad. No se argumenta mejor por decir muchas palabras. Una disertación excesiva incrementa las posibilidades de cometer errores y el riesgo de provocar hastío en el oyente.

El principio y el final son fundamentales en un alegato. La audiencia reacciona ante un comienzo impactante y, por supuesto, recuerda un final espectacular.

Hay que estructurar el discurso: ordenarlo, qué quieres decir, cómo y en qué orden. Conviene añadir intensidad y acompañar las palabras con una mirada firme al juez y una breve inclinación hacia el Tribunal. Las manos también hablan, pero hay que usarlas con prudencia, y la prudencia requiere un tono firme en la voz. Hay que evitar el exceso en el alegato. Lo ideal es que el letrado no exceda los diez minutos. Otras claves las encontramos en la necesidad de evitar un discurso lineal y la agresividad en el tono. No hay que gesticular ni lanzar miradas o gestos al cliente. Actuemos siempre con cortesía y buena educación. No hay que tratar de imitar a nadie, sino todo lo contrario: ofrecer nuestra marca personal.

Elena Regúlez // Abogada. Coautora del libro Letrado, tiene la palabra

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