El envejecimiento: un reto, una oportunidad

Una sociedad que no sabe o no quiere reconocer hacía dónde va, no puede alterar su destino. Y entre los factores que más afectan a ese destino está nuestra composición demográfica y el cambio poblacional que nos está redefiniendo como sociedad.

Los cambios demográficos son procesos muy lentos, son tendencias que se instalan poco a poco y cuya modificación es también lenta. Conocerlos nos permite anticiparnos a ellos y buscar soluciones. Por eso es importante conocer nuestra situación demográfica, por qué hemos llegado aquí y hacia dónde vamos.

Nuestra sociedad ha envejecido fundamentalmente por dos razones: el descenso de la natalidad y el aumento de la esperanza de vida. La natalidad ha descendido desde los años 70 y ahora nos pasa factura, pero la razón por la que nacen menos niños no es principalmente por la llegada de los métodos anticonceptivos o porque la incorporación de la mujer al trabajo haga que la edad a la que se tiene el primer hijo esté por encima de los 30, sino porque hay menos mujeres. En los últimos 16 años el número de mujeres en edad fértil ha descendido un 22 %, son las mujeres que nacieron en el post-baby boom. La esperanza de vida a día de hoy es aproximadamente de 83 años. Casi el 20 % de la población actual es mayor de 65 años y llegará al 30 % en 2050 (13 millones). Esto en sí es algo fantástico, pero lo vivimos como un escenario casi “apocalíptico” para la sociedad. La razón está en los parámetros con los que medimos el envejecimiento.

Y esto es algo que viene de lejos: la definición actual de sociedad envejecida está basada en un informe de la Organización Mundial de la Salud del año 1956 en el que se define como “sociedad envejecida a aquella donde la población mayor de 65 años es al menos del 7 %”. Las Naciones Unidas también consideran que la vejez comienza a los 60 años. Desde el punto de vista social y económico utilizamos dos indicadores principales para medir el envejecimiento de la sociedad: el porcentaje de personas mayores de 65 años y el “ratio de dependencia”, que es la razón entre el número de mayores de 65 (a los que se presupone dependientes) entre el número de personas en edad laboral, es decir, ubicados entre los 14 y los 65 años.

Ninguno de estos dos indicadores es válido a día de hoy: no todos los mayores de 65 son necesariamente dependientes y la edad media de incorporación al mercado laboral está por encima de los 20 años.

Cuestión de cifras

El problema está en la “dichosa cifra” de 65 años. Hagamos un pequeño ejercicio: en 1956 la esperanza de vida media para hombres y mujeres era de 69 años, es decir, que la vejez duraba 4 años (o 9 si usamos la definición de Naciones Unidas). La esperanza de vida media hoy es de 83 años, es decir, que la vejez dura 18 años (de los 65 a los 83). ¿Por qué al aumentar la esperanza de vida solo crece el periodo que se considera vejez? ¿Por qué no cambia la duración de la edad adulta o madura? La sociedad en otros momentos de la historia ha cambiado los límites de otras etapas de la vida, por ejemplo, la infancia: en la Edad Media los niños a partir de los 6 o 7 años eran considerados adultos; sin embargo, a lo largo de los siglos se ha ido extendiendo el periodo de tiempo correspondiente a la infancia. ¿No sería lógico modificar ahora la edad de inicio de la vejez?

El envejecimiento de la sociedad es una cuestión que preocupa a muchos países y algunos como Japón ya están tomando iniciativas. En el año 2017 las Sociedades de Gerontología y Geriatría de ese país hicieron una propuesta para definir el umbral de la vejez basado en un estudio en el que constataron que los ancianos habían rejuvenecido tanto biológica como intelectualmente unos 10 años en comparación con personas de la misma edad dos décadas antes. Definieron la prevejez entre los 65 y los 74 años, la vejez entre los 75 y los 90 años y la supervejez en más de 90 años.

Indudablemente, las reacciones no se hicieron esperar, como ocurriría aquí si se hiciera la misma propuesta: la población cercana a los 65 se oponía ante la perspectiva de alargar su vida laboral y los jóvenes veían amenazada su incorporación al mercado. Es evidente que pasar de un umbral de la vejez fijo a uno en función de la esperanza de vida tiene profundas implicaciones sociales y económicas, pero mantenerlo ignora evidencia biológica y la capacidad de un amplio sector de la población (casi 4 millones) y nos avoca a una situación que no se sostiene y no es deseable. ¿Por qué un joven con 25 años sabe ya cuál va ser el momento en el que su vida laboral termina de forma casi inamovible? ¿Por qué 40 años antes de que llegue ese momento se toma esa decisión? Ya hay países como Dinamarca que han legislado al respecto y a partir de 2030 la edad de jubilación será modificada en función de la esperanza de vida.

La mayoría de las acciones que se llevan a cabo (o se proponen) en España de cara a un futuro próximo nada tienen que ver con la redefinición de vejez, sino que tratan de cambiar las tendencias demográficas: fomento de la natalidad, políticas migratorias, etc. Pero las tendencias están aquí para quedarse, al menos en lo que respecta a medio plazo, de modo que junto con estas políticas es fundamental “adaptarse” de forma inteligente al fenómeno de la longevidad.

Necesidad de soluciones

La tecnología, el aprendizaje continuo y nuevas fórmulas laborales son herramientas fundamentales para superar la barrera laboral de los 65 años.  Pero todo esto pasa por la honestidad de la clase política a la hora de reconocer una situación que necesita soluciones nuevas y la necesidad de hacer conscientes a los ciudadanos de su propia responsabilidad a la hora de prepararse para la vejez.

Este es uno de los desafíos más importantes que tenemos: los próximos diez años quizás sean los últimos en los que aún tenemos margen de maniobra para adaptarnos paulatinamente a un nuevo paradigma de vejez sin que nuestra sociedad se vea profundamente afectada.

El envejecimiento de una sociedad no es una condena, es un reto y sobre todo una oportunidad. 

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