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13 enero 2020

¿Estamos ante un estancamiento a largo plazo de la economía?

El reconocimiento del final de las crisis económicas importantes resulta casi siempre complicado debido a los varios movimientos de avance y retroceso que pueden producirse en el crecimiento del PIB, del empleo y de los precios en el tramo final de esas crisis. Así ocurrió en la Gran Depresión de 1929-1941, pues en la década de los años 30 del pasado siglo las diferentes políticas monetarias y fiscales que se aplicaron en los Estados Unidos y en otros países en esos años, contradictorias en ocasiones, provocaron débiles avances y apreciables retrocesos en la superación de la crisis. También ahora se están dando parecidas circunstancias porque el crecimiento de la producción, del empleo y de los precios se mueve en valores muy reducidos y sometidos a apreciables fluctuaciones.

1. La hipótesis del “estancamiento secular”

En el ambiente de muy cortos crecimientos alternados con claros retrocesos de la producción, del empleo y de los precios durante la década de los años treinta del siglo pasado, el economista norteamericano Alvin Hansen formuló en 1938 la hipótesis del “estancamiento secular”. Hansen ya había destacado como economista académico por su desarrollo de las ideas de J. M. Keynes siguiendo las pautas de J. Hicks, pero en esta ocasión se preocupó por la gran debilidad que mostraba todo el sistema económico en el tramo final de esa crisis.

La pérdida de capacidad para el crecimiento de la economía norteamericana de aquellos años (estancamiento) parecía persistente, de largo plazo o “secular”, debido a que habían desaparecido tres importantes circunstancias que habían venido impulsando hasta entonces el crecimiento de la producción, del empleo y de los pecios. La primera de esas negativas circunstancias se concretaba en la pérdida de crecimiento de la “población”, debida, sobre todo, al freno en la inmigración y con su grave secuela de envejecimiento de la misma. La segunda, la importante pérdida de dinamismo de los procesos de “innovación” tecnológica originados por las numerosas invenciones de finales del siglo XIX y principios del XX, innovaciones que en la década de los años veinte del siglo pasado habían agotado ya sus positivos efectos. La tercera, la desaparición del fuerte impulso que a la economía americana había venido proporcionando la colonización de los territorios del oeste (la “frontera”) a partir de la finalización de su guerra civil y hasta las primeras décadas del siglo XX.

2. Consecuencias para la política económica

Las consecuencias para la política económica de la hipótesis de Hansen, un keynesiano a ultranza, parecían muy claras. Agotados esos factores esenciales para el impulso al desarrollo, la recuperación de la producción, del empleo y de los precios en una economía de mercado solo sería posible mediante una fuerte y sostenida acción pública sobre la demanda global, es decir, mediante elevados programas de gasto público financiados a través de una política monetaria muy expansiva o, alternativamente, mediante grandes emisiones de deuda pública.

Dado que las causas del estancamiento secular eran permanentes, ese papel impulsor del gasto público tenía que ser también permanente, llevando así a su máximo a la política keynesiana de impulso a la demanda global, sin discriminar entre gastos de consumo o gastos de inversión. En ese contexto todas las partidas del gasto público eran aceptables para elevar la demanda global pero los más fáciles de impulsar eran, como casi siempre, las de los gastos de consumo público y las de transferencias a los consumidores, aunque estos últimos solo pueden incrementar la demanda global a través del aumento de sus propios consumos privados.

3. El abandono de la hipótesis de Hansen

La realidad de los hechos, sin embargo, condujeron pronto a que las ideas de Hansen sobre estancamiento secular fuesen abandonadas. A finales de 1940 comenzó a gestarse en Estados Unidos la ley de Préstamos y Arriendos, lo que hizo crecer fuertemente la producción de material de guerra con destino a préstamos y cesiones, inicialmente al Reino Unido y después a los restantes partícipes en la guerra en el bando aliado, impulsando ampliamente el PIB y el empleo norteamericano.

La ley reguladora de esa actividad fue promulgada en marzo de 1941, aunque venía funcionando como tal desde el año anterior. Además, a finales de ese año -7 de diciembre- se produjo el ataque japonés a Pearl Harbour, entrando los Estados Unidos definitivamente en la Segunda Guerra Mundial. La producción y el empleo norteamericano quedaron de este modo asegurados y las hipótesis de Hansen sobre las causas del estancamiento secular no pudieron ser verificadas y terminaron por olvidarse, aunque el programa electoral del Presidente Kennedy en los años sesenta incluyó abundantes referencias a una “nueva frontera” para la economía americana, pero en este caso concretada en la lucha contra la desigualdad.

4. ¿Un renacimiento del estancamiento secular?

Ahora, con motivo de la nueva gran crisis iniciada en 2007 y ante la debilidad actual de la recuperación del crecimiento y del empleo en muchos países, algunos economistas de pensamiento situado más a la izquierda han vuelto a considerar algunas de las hipótesis del estancamiento secular y, consecuentemente, la necesidad de fuertes incrementos del gasto público para impulsar mayores niveles de crecimiento y empleo. Entre ellos, economistas americanos próximos al  marxismo, como H. Magdoff y P. Sweezy y otros de ideología algo más moderada y próxima a la del partido demócrata, como L. Summers y R. J. Gordon, han defendido que algunos de los facgtores señalados por Hansen podrían estar en el origen de que el crecimiento del PIB fuese insuficiente para alcanzar el pleno empleo. Otros, como P. Krugman, han pensado a este respecto que una alta inflación y abundantes estímulos fiscales producidos por una fuerte oferta monetaria y una amplia reducción de impuestos, llevarían los tipos de interés reales a niveles negativos, coadyuvando así al pleno empleo.

Como acaba de exponerse, se han fundamentado estas ideas en algunas de los factores señalados por Hansen, especialmente el importante envejecimiento de la población en muchos países de economía de mercado y el hecho de que las actuales innovaciones tecnológicas ahorran empleo fuertemente, mientras que las de principios del siglo XX –energía, redes de comunicaciones, cadenas de montaje y otras similares- condujeron a un empleo masivo de la población disponible generando incluso fuertes movimientos migratorios. Ahora, por el contrario, las nuevas perspectivas  de aumento del desempleo que, a corto plazo, son bien visibles para los ciudadanos, han producido grandes temores en la población y, consecuentemente, mayores niveles de ahorro y menores de consumo, justificando quizá la  necesidad de mayores gastos públicos para sostener la demanda global junto a menores niveles de imposición para no desanimar el consumo de las familias y la inversión de las empresas.

5. Diferencias con la formulación tradicional

En esta ocasión, sin embargo, los gastos públicos que se consideran adecuados no son los de mero consumo o transferencia a los ciudadanos de la época de Hansen sino los que impulsen una transformación profunda de los sistemas productivos para evitar el rápido deterioro del medio ambiente y los que promuevan la digitalización de las empresas y de la vida diaria unidos, además, a un mantenimiento o reducción de los impuestos para no desanimar el consumo de las familias ni la inversión de las empresas. Con este programa fiscal, bien argumentado por la OCDE en su último informe, se pretende garantizar el crecimiento futuro de la producción y del empleo, lo que no se lograría con gastos públicos de consumo y transferencias puramente redistributivas.

No cabe duda de que esa fórmula presupuestaria conduce necesariamente a mayores niveles de déficit y a fuertes emisiones de deuda pública y por eso algunos organismos internacionales, además de admitir reglas algo menos estrictas en las finanzas públicas de ciertos países, lo que implica una relativa relajación de la disciplina fiscal que se ha propugnado hasta ahora, han advertido que ese comportamiento solo pueden permitírselo los países que hasta ahora no hayan tenido fuertes déficits públicos; mantengan un nivel relativo razonable de deuda pública –no por encima del 60% del PIB, según los criterios de la Unión Europea- y presenten, además, un saldo positivo en sus cuentas públicas antes del pago de los intereses de esa deuda.

Estas condiciones, implícitas en las citadas recomendaciones, cobran todo su sentido si se considera que en los países de la zona euro, por ejemplo, la deuda pública que se emite logra colocarse hoy con bajos costes de intereses por la compra masiva de esa deuda por parte del Banco Central Europeo, bien directamente a los países emisores o bien indirectamente a través de los bancos de los países del sistema, que colocan en el BCE la deuda pública que adquieren como colateral de los préstamos que reciben del BCE. Igual conducta vienen siguiendo la Reserva Federal, el Banco del Japón y el Banco de Inglaterra, entre otros. Sin esos mecanismos de monetización directa o indirecta de la deuda, que permiten a los Bancos Centrales aumentar con facilidad la cantidad de dinero en circulación, el coste por intereses de los países con mayores volúmenes relativos de deuda resultaría prohibitivo y su carga insoportable para sus cuentas públicas.

Es importante insistir en las tres importantes condiciones que los Organismos internacionales consideran que ha de cumplir en estos momentos la política económica. La primera, que los mayores gastos públicos que deben efectuarse solo son los que puedan permitir la transformación de los procesos actuales de producción y la digitalización de la economía en todos sus ámbitos y no los de mero consumo o transferencia. La segunda, que esa mayor liberalidad respecto al déficit público se aplique exclusivamente en países con bajos niveles relativos de deuda pública. La tercera, que esos países no incluyan en sus programas presupuestarios aumentos impositivos que reduzcan el consumo de las familias o la inversión de las empresas.

6. La situación española

Es evidente que las tres condiciones anteriores no se dan en la economía española actual, donde los mayores gastos públicos que se proyectan por el Gobierno –en torno a unos 35.000 millones de euros, según algunas estimaciones- no están orientados a un cambio en los procesos de producción sino a resolver demandas redistributivas de colectivos muy ideologizados. Además, el nivel relativo de nuestra deuda pública se sitúa prácticamente en el 100% del PIB, superando ampliamente el límite del 60% del PIB señalado por la Unión Europea. También, que los intereses de la deuda pública, aún en las favorables circunstancias actuales de tipos por debajo de cero en el BCE, se enfrentan a saldos ya negativos de esas cuentas públicas antes incluso del cómputo de tales intereses Finalmente, pero no en último lugar, que simultáneamente se pretenden aumentos impositivos que, sin duda, van a desanimar el consumo de las familias y la inversión de las empresas.

Las “recetas” políticas previstas por el nuevo Gobierno español van, por tanto, en todo al contrario de lo deseable y recomendado. La situación española se acabará haciendo insostenible en cuanto el BCE decida cambiar su expansiva política monetaria actual por soluciones más ortodoxas, cosa que probablemente terminará sucediendo quizá a finales de 2020 o principios de 2021, cuando la Reserva Federal de Estados Unidos camine ya abiertamente hacia una normalización de los tipos de interés. No se pierda de vista que, al ser los tipos de interés un factor decisivo en el coste de uso del capital, sus valores negativos generan inevitables despilfarros en la asignación del capital, poniendo en riesgo el crecimiento futuro de la producción y del empleo.

Pero, además, el nuevo Gobierno pretende que esos programas de gasto se complementen con una “contrareforma” laboral que va a incrementar notablemente el coste del trabajo, lo que no parece lo más adecuado para España, que tiene niveles de desempleo que, salvo con la excepción de algún pequeño país, son los más elevados de toda Europa. También se va a potenciar el papel de los sindicatos en la contratación colectiva, generalizando sectorialmente los convenios, y se van a suprimir algunas fórmulas que concedían una cierta flexibilidad de empleo a las empresas. Por si todo eso fuese poco, se pretende elevar sustancialmente el salario mínimo interprofesional e integrar plenamente en el régimen general de la Seguridad Social a colectivos laborales que, por su propia naturaleza, resultan muy difíciles de encuadrar en fórmulas rígidas de contratación. Ante todo ello resulta fácil pronosticar una caída importante del empleo y, consecuentemente, una mayor debilidad de la demanda privada. Todo al revés de lo que necesita hoy la economía española, pero fruto evidente de un ideología irredenta y fuera de lugar y de unos partidos convencidos de que su papel actual en España debe ser el que de nuevo vuelvan a diseñar, como en épocas pasadas, sus afiliados de criterios y posiciones más extremas.

Es evidente que, en política económica, comenzamos a ir por muy mal camino.

[1] Manuel Lagares es Catedrático de Hacienda Pública.

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