La vuelta a las condiciones de vida anteriores al estallido de la pandemia no está ni mucho menos garantizada. Más bien todo lo contrario. De hecho, lo más probable es que tardemos bastantes años en recuperar el nivel de confort y bienestar al que estábamos acostumbrados. Pero no es el momento de asustarse sino de arremangarse y buscar soluciones. Todas las grandes crisis de la historia tienen en común que, ante la incertidumbre, las personas tienden a ser cautas, a moderar sus gastos y a aumentar el porcentaje de ingresos que destinan al ahorro. Es una cuestión de previsión y de sentido común.
Como dice el proverbio inglés “save for a rainy day” (ahorra para un día lluvioso), lo esperable es que, a partir de ahora, en muchas facetas de la vida pública y privada, empresarial y familiar, los comportamientos se vuelvan más moderados, se consuma menos y se ahorre más. Es decir, que, ante lo que pueda venir, las decisiones sobre el ahorro pasen a ser más precautorias en el corto plazo y más previsionales en el largo plazo. Por dos razones: el debilitamiento de la economía familiar y la esperanza de que las redes públicas de bienestar acabarán tomando medidas. La pandemia es un fenómeno global que afecta a todos los países, pero no ha afectado en la misma proporción a todos los territorios, por lo que no se puede abordar igual.
Cuando el 14 de marzo se declaró el Estado de alarma en nuestro país, numerosas voces se alzaron para hablar de la crisis económica que seguiría a la sanitaria y de las implicaciones que ambas tendrían, pero no todos se atrevieron a decir que la pandemia ha servido para tirar de la manta y sacar a la luz muchas cosas que no funcionaban bien en nuestro sistema. Tras el hundimiento del empleo, la caída de los ingresos por cotización de la Seguridad Social, el aumento del déficit de las pensiones y la introducción del Ingreso Mínimo Vital es previsible un escenario en el que se agranden las diferencias económicas en la sociedad, se distribuya la renta de una forma más abierta y aumente la flexibilidad laboral y la digitalización en un nuevo formato de modelo productivo. Sin embargo, es muy probable que tras el batacazo económico inicial sea necesaria una fase de esfuerzos colectivos y grandes inversiones en materia de educación y formación, con el objetivo de adaptar las administraciones públicas, las corporaciones, las empresas, las familias y los comportamientos individuales a este nuevo escenario.
Esta crisis ha puesto de manifiesto nuestras debilidades y nos ha dado la oportunidad de revisarlas para poder crear un sistema que se ajuste mejor a las nuevas circunstancias. Una de las lecciones positivas que hemos aprendido de esta crisis (y las ha habido) es el valor de la solidaridad y la ayuda mutua a través de esquemas comunitarios apoyados en la tecnología, que van más allá de las redes públicas de bienestar. Es el caso de fórmulas como las mutualidades, que tendrán la oportunidad de perfeccionar y extender un modelo colaborativo en el futuro, que sirva para mejorar las redes de cooperación entre ciudadanos y profesionales y permita poner en común los recursos, para asistir a los hogares y las pequeñas y medianas empresas en su lucha por la supervivencia. El coronavirus y sus consecuencias serán superados y puede que hasta nos parezcan lejanos dentro de unos años, pero esperemos que los profundos cambios que se van a producir en la economía y la sociedad sirvan para reforzar nuestro modelo productivo y eviten la repetición de los errores que hemos cometido con esta pandemia.
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